Apunte callejero
En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan
unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los
automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se
crucifica al abrir de par en par una ventana.
Pienso en donde guardaré los quioscos, los faroles,
los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que
tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda...
Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y
de pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía.
Oliverio Girondo
Veinte
poemas para ser leídos en el tranvía
Balada de la oficina
Entra.
No repares en el sol que dejas en la calle. (…) Deja en la calle sol, viento,
movimiento loco; tú, entra. (…) Entra; penetra en mi vientre (…) Penetra en mi
carne, y estarás resguardado contra el sol que quema, el viento que golpea, la
lluvia que moja y el frío que enferma.
Entra;
así tendrás la certeza —que dará paz a tu espíritu— de obtener todos los días
pan para tu boca y para la boca de tus pequeñuelos. ¡Tus pequeñuelos, tus
hijos, los hijos de tu carne y de tu alma y de la carne y del alma de la
compañera que hace contigo el camino! Yo daré para ellos pan y leche; no temas;
mientras tú estés en mi seno, y no desgarres las prescripciones que tú sabes,
jamás faltará a tus pequeñuelos, ¡los pobres!, ni pan, ni leche, para sus
ávidas bocas. Entra; acuérdate de ellos; entra.
Además,
cumplirás con tu deber. Tu deber. ¿Entiendes? El trabajo no deshonra, sino que
ennoblece. La Vida es un Deber. El hombre ha nacido para trabajar. (…)
Entra.
Siéntate. Trabaja. Son cuatro horas apenas. Cuatro horas. Pero, eso sí: nada de
engañifas ni simulaciones ni sofisticaciones. ¡A trabajar! Si tu labor es
limpia, exacta y voluntariosa —voluntariosa sobre todo—, los jefes te
felicitarán. Tú estás sano; puedes resistir estas cuatro horas. ¿Has visto cómo
las has resistido? Ahora vete a almorzar. Y vuelve a hora cabal, exacta,
precisa, matemática. (…) Nadie se muere trabajando ocho horas diarias. Tú
mismo, dime: ¿no has estado remando el domingo once o doce horas, cansando los
músculos en una labor con el agua que me abstengo de calificar por el ningún
remordimiento que se obtiene? ¿Ves tú? ¡Y con inminente peligro de ahogarte! Yo
sólo te exijo ocho horas. Y te pago, te visto, te doy de comer. ¡No me lo
agradezcas! Yo soy así.
Ahora
vete contento. Has cumplido con tu Deber. Ve a tu casa. No te detengas en el
camino. Hay que ser serio, honesto, sin vicios. Y vuelve mañana, y todos los
días durante 25 años; durante los 9.125 días que llegues a mí, yo te abriré mi
seno de madre; después, si no te has muerto tísico, te daré la jubilación.
Entonces,
gozarás del sol, y al día siguiente te morirás. ¡Pero habrás cumplido con tu
Deber!
Roberto Mariani
Cuentos
de la oficina (fragmento adaptado)
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